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Empecé muy joven a trabajar con y para las personas. De manera natural, a los 18 años, comencé como monitora de campamento y, pasados unos pocos veranos, como coordinadora de explanada y, finalmente, como Jefa de Campamento antes de los 25.

Pasé de tener “a mi cargo” unos 12 niñ@s de diversas edades, a gestionar un equipo de 5-6 monitores (con sus respectivos acampados) y, finalmente, bajo la supervisión y con ayuda del Director, un equipo de unos 25 monitores y unos 250 acampados.

Teniendo en cuenta lo vivido en los primeros veranos, de manera intuitiva sabía que a la hora de llevar equipos se obtenían mejores experiencias y con menor esfuerzo si la manera de gestionar se basaba en el respeto a la individualidad, la aceptación de mis límites, la empatía y la escucha activa hacia los otros y aplicando una organización práctica con cierto orden en pos de un objetivo común.

Todos y cada uno de nosotros nos sentíamos parte, entendíamos y respetábamos el orden (veteranía, jerarquía temporal, edad…) a la vez que nos sentíamos satisfechos y bien recompensados por un “trabajo” que comprendía la organización, el diseño y desarrollo de actividades y la compra de material durante los 3 meses previos a nuestro turno de campamento, así como la ejecución y disfrute con los chavales durante nuestro turno (en mi caso el 3er turno que correspondía a la primera quincena de agosto). Y todo esto lo hacíamos sin un salario económico más allá de la estancia y comidas durante esa quincena.

¿Qué era lo que tenía valor si no había contraprestación económica?

¿Qué nos hacía volver año tras año para cansarnos hasta caer rendidos por la noche y asumir esas responsabilidades?

A mi modo de ver, el estar al servicio de algo más grande, saber y experimentar que cada año teníamos un rol distinto y todos y cada uno eran importantes hacían de la gran cohesión de grupo, la humildad como valor presente y el propósito compartido, las “monedas” de pago emocional que superaban con creces el pago económico.

Con estas experiencias comprendí cómo se alimenta el alma y de qué manera crecemos como personas.

En la siguiente etapa profesional gestioné equipos de todos los tamaños y perfiles, en varias empresas, en varios sectores relacionados con la ciencia. Aquí sí teníamos todos un salario económico, sin embargo, las bases de mi modelo estaban bien asentadas y apliqué toda mi experiencia a estos nuevos entornos. Los equipos de alto rendimiento se caracterizan por cualidades muy similares a las identificadas en mis grupos de campamento, aunque hay que adaptar algunas cosas, sobre todo, porque algunos objetivos los marcan los Directivos y tenemos previamente que “hacerlos nuestros”. En cualquier caso, estar al servicio de manera intuitiva es mi proceder habitual por lo que, paso a paso, los equipos iban creciendo.

En los últimos años he estudiado y comprendido (intelectualizado) e incorporado muchas cosas que explican lo que de manera natural se dio en mis primeros años de gestionar equipos. Y ahora que tengo tanta experiencia y con estudios adecuados para acompañar a personas y equipos, me encontré con mi propio miedo.

¿Miedo a qué? ¿Miedo a brillar?

Y, aquí estoy, con este “salto de fe” tras tantos años de haber practicado de manera informal y formal. Un saldo que, para mí, representa escucharme, aceptarme, apoyarme y valorarme.

¡Qué difícil es tener para con uno mismo lo que nos es tan natural hacer con los demás!